Foto: E. sánchez
Jarara
Las cabras corren hacia el corral espinoso.
Desde el letargo del chinchorro veo descender el globo del sol
y la anciana de manta negra
y rostro ennegrecido,
sigue urdiendo las coloridas cuerdas de lana.
De la serranía de Carpintero viene un viento
que hace crujir las varas de cardones y trupillos de la casa.
De las manos arrugadas salen haces de luz
y el ojo redondo de un chivo, recién sacrificado,
me mira acusándome: ni alma ni sombra,
gusano primordial
detenido en la oquedad de una hamaca.
Cruzan distantes las nubes como milanos
y arde de luz el cementerio con sus tumbas encaladas.
Ni alma ni sombra: nadie lavará tus huesos.
Una Ranger de placas venezolanas se detiene en el centro de la ranchería,
una radiogravadora aturde la tarde
- una guerra declarada al silencio - ,
los hombres que vienen armados buscando una razón para quedarse,
traen botellas del Old Parr, pero las mujeres se han ocultado.
La anciana está inmóvil bajo el cielo inclemente,
su imagen ennegrecida se refleja en los anteojos de espejo,
así permanecen, quietos, atrapados por la luz,
dan vuelta y se marchan.
Una mano me ofrece un mate de agua.
La suave y arrugada mano se posa en mi pecho,
entre sus dedos se desgaja el tiempo,
ella sabe que soy alguien que mendiga la muerte del recuerdo,
alguien con el alma molida entre guijarros,
alguien que espera el frescor de la noche para retornar al camino.
Canta muy quedo, muy cerca de mi oído
anudando silencios,
sin otro bien que el aire que compartimos,
y el anuncio de la luna que sale con una aureola blanca,
Pülowi anticipando el milagro de la lluvia.
Jarara:
el molino de viento gime y se duele
y una grieta invisible se abre
como una flor de algodón, como una leve hoja,
que se abandona al dulce abrazo de la noche.
Ni alma ni sombra,
el respirar lento de la tierra.
Desde el letargo del chinchorro veo descender el globo del sol
y la anciana de manta negra
y rostro ennegrecido,
sigue urdiendo las coloridas cuerdas de lana.
De la serranía de Carpintero viene un viento
que hace crujir las varas de cardones y trupillos de la casa.
De las manos arrugadas salen haces de luz
y el ojo redondo de un chivo, recién sacrificado,
me mira acusándome: ni alma ni sombra,
gusano primordial
detenido en la oquedad de una hamaca.
Cruzan distantes las nubes como milanos
y arde de luz el cementerio con sus tumbas encaladas.
Ni alma ni sombra: nadie lavará tus huesos.
Una Ranger de placas venezolanas se detiene en el centro de la ranchería,
una radiogravadora aturde la tarde
- una guerra declarada al silencio - ,
los hombres que vienen armados buscando una razón para quedarse,
traen botellas del Old Parr, pero las mujeres se han ocultado.
La anciana está inmóvil bajo el cielo inclemente,
su imagen ennegrecida se refleja en los anteojos de espejo,
así permanecen, quietos, atrapados por la luz,
dan vuelta y se marchan.
Una mano me ofrece un mate de agua.
La suave y arrugada mano se posa en mi pecho,
entre sus dedos se desgaja el tiempo,
ella sabe que soy alguien que mendiga la muerte del recuerdo,
alguien con el alma molida entre guijarros,
alguien que espera el frescor de la noche para retornar al camino.
Canta muy quedo, muy cerca de mi oído
anudando silencios,
sin otro bien que el aire que compartimos,
y el anuncio de la luna que sale con una aureola blanca,
Pülowi anticipando el milagro de la lluvia.
Jarara:
el molino de viento gime y se duele
y una grieta invisible se abre
como una flor de algodón, como una leve hoja,
que se abandona al dulce abrazo de la noche.
Ni alma ni sombra,
el respirar lento de la tierra.
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