jueves, 17 de febrero de 2011

EL MUNICIPIO DE SONSON EN LOS AÑOS 50 DEL SIGLO PASADO: RECUERDOS. (1)

Sonsón en los años 50. Foto de Hernando Sánchez E. tomada desde el cementerio
Paisaje de Sonsón. Foto tomada de Internet
Panorámica de la población . Foto tomada de Internet


Calle de Sonsón. Foto tomada de Intenet

Desfile en las Fiestas del Maíz. La familia Castañeda. Foto tomada de Intenet

Torres Mendez.Transportando un viajero hacia Sonsón
Taller. Años 20
Sonsón. Años 20 Foto tomada de Inernet
El Municipio de Sonsón: Recuerdos de Rafael Benjamín.


Continuamos la extensa entrevista hecha a Rafael Benjamin sobre los municipios de Antioquia en donde vivió su niñez y juventud. El turno es para el Municipio de Sonsón. Tomamos algunos apartes, de manera un poco arbitraria - y que nos perdone Rafael - para publicar luego algunos textos sobre temas de interés específico: el habla en Sonsón, la música, etc.




Perdonen el desorden de mi relato, pero así funciona la memoria. Entre los siete y los diez y seis años crecí en este medio rural y pueblerino, en Sonsón, al sur de Antioquia. Los marxistas hablan del “idiotismo de la vida rural”, un prejuicio cultural de mentalidad urbana y europea. Y la vida en Sonsón no era "plana", sin emoción, por el contrrio, la recuedo como un hecho dinámico a pesar de la rígida estructura de clases del pueblo y la mentalidad familistica de los antioqueños. Es la mentalidad familística – la pertenencia tribual – la que le da un sabor especial a la vida en Antioquia pero también la hace pesada. El familismo paisa es un seguro. Uno le endosa la vida a la familia a cambio de seguridad. Esto que digo no es exclusivo de esta región, tipifica un modelo de organización social que puede encontrarse en todo el mundo y que origina comunidades cerradas. Pero el control familiar y el encerramiento –amurallamiento narcisista diria quizá Estanislado Zuleta- suelen ser dañinos para el desarrollo de la persona. “Unas por otras” diría un paisa. Mi familia era atípica. Era pequeña, los padres y tres hijos. Y extranjeros en los pueblos donde vivimos, no teníamos parientes a donde acudir. Esto obligo a hacer de mis padres dos personas muy sociables. Era una cuestión de sobrevivencia. El problema de no tener parientes lo sentíamos de manera crítica en la escuela donde, si nos involucrábamos en una riña, aparecía una caterva de hermanos y primos de nuestro contrincante y nos molían a palos. Tuvimos un momento de gloria en Sonsón cuando Manuelito Grisalez, un amigo campesino de mi padre, a quien íbamos a visitar a su finca algunos domingos y de cuya casa regresábamos cargados de papas y hortalizas, envió a uno de su hijos a vivir con nosotros para que pudiera asistir a la escuela primaria. Era un muchacho de unos diez y siete años, fornido y pendenciero de nombre Alonso, que apenas ingresaba a primero para aprender las primeras letras. A las dos semanas se había trabado en cuanto pelea era posible, había retado y herido con la pluma de los encabadores –plumas de escribir - a más de uno, descalabrado a garrote a otros e impuesto un régimen de terror único lo que hizo que nadie se volviera a meter con nosotros por el temor a las represalias sabiendo que vivía en nuestra casa. Esta felicidad – y esta es una lección de ciencia política – duró el corto periodo del año lectivo mientras tuvimos al rufián protector con nosotros. Expulsado de la escuela por conflictivo - de donde salió sin saber siquiera la primera del abecedario – volvió la realidad, y nuestros enemigos escolares, con más saña, la emprendieron contra nosotros. Antes de continuar con mi relato y mi vida escolar, voy a hablar del pueblo, al que nunca he regresado, desde 1962, año en que me expulsaron del colegio y me marché.

Algo de historia sobre Sonsón

El lugar donde está Sonsón fue visto y ocupado por los españoles hacia 1541 en tierras de indígenas agricultores y pacíficos que el bárbaro conquistador Jorge Robledo llamó los Armas y que estaban gobernados por Maitamac, el shamán, y Sirigua, el guerrero. El pueblo indígena sucumbió en la guerra y sus sobrevivientes, 86 años después, fueron llevados esclavos a trabajar en el Real de Minas de San Sebastián de Quiebralomo, en el resguardo de San Lorenzo creado en 1627 por el Oidor Lesmes de Espinoza, en el actual municipio de Riosucio. Decía un viejo indígena que conocí en San Lorenzo, que Maitamac, el shaman, maldijo a los conquistadores y a sus descendientes y a quienes profanaran la casa ceremonial, dedicada al sol, al pie del tutelar cerro de Capiro. El pueblo localizado a 2475 msnm se fundó de manera definitiva en 1800 por un grupo de colonos y mineros que venían movilizándose desde el oriente hacia el sur en tierras de concesión (Villegas- Londoño), en un frente que llegaba a Pocitos (hoy municipio de Nariño) y el río Samaná. También con la expectativa del camino que de Medellín conduciría a Mariquita en el valle del Magdalena. Los colonos estaban al mando de José María Ruiz y Zapata. Lo llamaron Sonsón, una castellanización de un vocablo indígena que designaba el sitio sagrado junto al cerro. En 1814 fue erigido municipio. Fue también Departamento. La colonización antioqueña fue empresarial, por la forma en que fue organizada, y se hizo contra tierras concesionadas desde La Colonia. Hoy se diría que fue una invasión de tierras organizada. En Sonsón, durante la Fista del Maíz, que se celebraba cada año, se hacía un desfile, el "Desfile de la familia Castañeda" que recordaba el viaje de los colonos llevando sus enseres, ganados y familias a las nuevas tierras. Era, quizá lo sea todavía, una caravana preciosa de "invasores" organizados. El desfile perdió ese sentido profundo, político, de la recuperación de las tierras monopolizadas por los dueños de las concesiones y se volvió un evento folclórico donde se recuerda, de manera nostálgica, la vida idealizada del campo. (Este desfile fue apropiado por los pastusos que lo incorporaron a su Carnaval de Negros y Blancos). El pueblo fue la cabeza de puente de la colonización antioqueña hacia el sur viviendo una época de prosperidad en la que también se afincó un grupo de gamonales de la tierra conservadores que tuvieron una activa participación en la guerra “ de los supremos” de 1841 en defensa del centralismo y la religión católica y en contra del liberal Salvador Córdova, hermano del héroe de Ayacucho que se opuso a la dictadura de Bolivar. En 1862 llegó a al pueblo el poeta Gregorio Gutiérrez González con un pariente obispo que huía, dicen, de la persecución de Mosquera. Menciono este hecho porque el poeta es un emblema del pueblo. Gutiérrez González nació en la Ceja hacia 1826 y murió en Medellín, me parece, en 1872. Afirmaba el bardo que no escribía en Español sino en antioqueño. En 1894 -las fechas pueden ser imprecisas-, Sonsón tenía su propio banco; en 1875 llegó el telégrafo y en 1913 creo su propia empresa pública de luz eléctrica (“La Planta”) y acueducto. En contraste con la elite blanca de rentistas del suelo, se había abierto una pequeña industria artesanal de textiles, velas, gaseosas (Bananol, Cola-Nuestra), curtimbres, chocolate (Chocolate San Bernardo) y forja, que comenzó a declinar con la apertura de la Carretera Medellín –Sonsón en 1930. El escudo del pueblo que muestra al cerro Capiro, la Catedral ya desaparecida y un río, tienen un lema en latín: Civitas grata amphora plena, es decir, “ciudad que es grata como una ánfora llena”. No se a quien se le pudo ocurrir semejante arrebato de cultura parroquial que a un sonsoneño , ni a nadie, le dice nada. Lo más imponente de Sonsón es el paisaje y la transparencia de su luz. El cerro Capiro se yergue al lado del pueblo y el valle se abre hacia el sur y oriente limitado por la Cordillera Central que en la región es llmado Páramo de Sonsón, y cuyas alturas domina el Cerro de las Palomas a 3340 msnm. Otro conjunto de cerros se levantan en la cordillera, todos por encima de los 3000 metros conocidos el Morro de La Vieja, Peña-partida, Alto del Condor, Alto de Sirgüa, Cuchilla de la Osa, Cuchilla de Montecristo y la Serranía del Guayabo en límites con el departamento de Caldas. Estos cerros son un afloramiento del batolito de Sonsón, una mole rocosa de origen volcánico. Un espectáculo que disfrutaba de niño era ver las águilas de páramo deslizándose por las corrientes de aire bajo un cielo azul infinito. Cuando nosotros llegamos a Sonsón estaba en el punto de quiebre de su decadencia. Los artesanos y algunas personas progresistas trataban aún, sin éxito, de romper la rígida estructura de clases del pueblo y favorecieron el surgimiento de algunas actividades culturales, pero finalmente todo fue dominado por una minoría terrateniente, retrograda, que vería su ruina por la crisis agraria de los años 50. Las calles del pueblo estaban bellamente empedradas y al año siguiente de nuestra llegada, levantaron las piedras para reemplazarlas por asfalto, lo que se entendió como una clara señal de “progreso” idea que llevaba a todos los lugares el gobierno militar de Rojas Pinilla. En ese entonces las calles estaban todavía pobladas de fantasmas. Louis Gouzy el organillero francés que se paseó por sus calles a mediados del siglo XIX cruzaba ahora las noches oscuras tocando una melodía de Rameau, y el célebre Ñito Retrepo que venció la mismísimo diablo en trova libre en el café Niágara, liberal y anticlerical, sólo se aparecía muy de vez en cuando en Tierrabaja, el barrio de las putas para recordarle a los pecadores lo que eran los tormentos del infierno. Doña María Martinez de Nisser, vestida de soldado se decía, rondaba por la Calle del Venterrón pagando el purgatorio por haber ocultado sus formas de mujer y montar a caballo a horcajadas como los hombres, no importa que fuese para ir a combatir en la guerra civil a los impíos liberales del General Rengifo que le habían dado de beber a sus caballos en las pilas de agua bendita de la iglesia, y que habían profanado las “sagradas formas” (las hostias de comulgar) dándoselas a las bestias. Esta historia estaba contada en una placa de mármol al pie de la pila de agua bendita en una nave de la Catedral. Se decía también que el mismo General Rengifo, éste si condenado en el infierno, deambulaba en las noches de lluvia arrastrando pesadas cadenas en el camino al cementerio. Doña María Martínez de Nisser nacida a comienzos del siglo XIX y fallecida, si no estoy mal, hacia 1872, - tomó su apellido de su marido, Pedro, un minero sueco, socio de Carlos de Greiff -, fue tenida como la Juana de Arco Antioqueña. Conservadora, clerical, hija de un maestro de escuela, participó en la mencionada Guerra de los supremos, o de los conventos, en el ejército conservador de Antioquia, venciendo a los liberales, que habían secuestrado a su esposo, en una batalla en el municipio de Salamina. Escribió una autobiografía titulada “Diario de los sucesos de la revolución de Antioquia” editada en Bogotá, me parece, en el año de 1843. Esta guerra civil se originó en Pasto por la orden del Gobierno de vender unos conventos con poco monjes, lo que ocasionó el alzamiento en armas promovida por círculos católicos conservadores, circunstancia que aprovecharon doce provincias del país, que reclamaban un régimen federal, para levantarse contra el gobierno central de José Ignacio Márquez oriundo de Ramiriquí, el primer gobernante, que la Colombia del Siglo XIX, pudo terminar un período presidencial. Los sublevados se autodenominaron “Jefes supremos” pero no pudieron darse unidad política ni militar lo que significó su derrota, y para la Antioquia santanderista una gran frustración. Esa guerra tuvo un hecho insólito y fue la fuga del presidente hacia el Cauca, buscando protección al saber que las tropas rebeldes tenían asediada a Bogotá. El general Juan José Neira, que llegó a Bogotá el mismo día de la fuga de Márquez, reorganizó las tropas de la capital abandonada a su suerte, venció a los rebeldes en el combate de La culebrera. Los bogotanos sufrieron mucho con la guerra por eso nunca le perdonaron a Márquez su cobardía y al regresar éste, y al dictarse una orden de libertad para los presos políticos de la oposición, las muchedumbre, el 9 de febrero de 1841 se tomó en protesta las calles, en los que se llamó La gran pueblada, y apedreó las casas de los políticos y en especial la del presidente Márquez. Después de este gobierno vendría un período de presidentes militares.

La vivienda

Las casas de Sonsón eran casi todas de uno o dos niveles, construidas en tapia con cubierta de tejas de barro. Sin excepción todas tenían de acceso un corredor, en muchos casos con contra portón. La puerta principal permanecía abierta durante el día. Detrás de la puerta se fijaba una imagen calva de San Ignacio de Loyola con la leyenda“ Al demonio: no entrés” y una oración. La casa era, o es la típica de la colonización antioqueña en ele, o rectangular, con habitaciones en galería, con un patio central con corredores, decorativo, en el que se cultivaban con esmero plantas ornamentales, especialmente bifloras y rosas, y con otro patio utilitario en la parte posterior, junto a la cocina y los servicios sanitarios. En este patio posterior era común mantener gallinas, perros, cerdos, conejos, y algunas plantas de fruto como el tomate de árbol, matas de ochuva, brevos, y papayuela. La primera habitación, junto a la entrada solía corresponder a la sala, que permanecía cerrada y se abría sólo para las visitas. Tenía tres o cuatro sillas y un sofá, una mesa de centro con porcelanas y objetos de vidrio que no sé por qué llamaban “recortado”; ceniceros de pie y en algunas casas, escupideras. Una pequeña vitrina contenía el tesoro de las señoras consistente en porcelanas y detalles como cruces, camándulas y recuerdos traídos de Tierra Santa por algún familiar o por un cura vivo. En las paredes era clásico uno o dos “gobelinos” con escenas europeas románticas o de caza, y los diplomas y mosaicos de fotos que acreditaba los estudios de los habitantes. Una fotografía – ampliación - en gran formato de los abuelos, presidía las visitas. El comedor, en la parte posterior daba contra la cocina de un lado, y de otro, con el jardín central. Una litografía de la Última Cena de Leonardo no faltaba. La cabecera de la mesa estaba destinada al padre. Un aparador servía para guardar la vajilla de lujo y colocar encima bandejas con los alimentos mientras se servían. El radio ocupaba un lugar especial, una repisa, y se cubría con carpetas tejidas en croché. Las alcobas estaban conectadas entre sí, en galería. Pesados escaparates servían para guardar la ropa. Debajo de cada cama había una bacinilla para orinar y evitar la caminada hasta el patio de atrás y los cambios bruscos de temperatura. El cuarto de la pareja, jefe del hogar, solía ser más grande, con “tocador” o una luna de espejo para la mujer y costurero. Las ventanas que daban a la calle tenían pesadas alas de madera y postigos. A través de estas ventanas, la mujer sentada y abrigada al interior, y el hombre aterido de frío y de pie en el exterior, se establecía el dialogo ingenuo de los noviazgos de la época. La cocina era un espacio amplio, con hornillas de concreto y hierro que utilizaban como combustible carbón vegetal, un lavadero, una mesa, un depósito para el carbón, un aparador para las ollas y la vajilla del diario y un lugar – alacena- o arcón para guardar los alimentos. En algunas casas un pesado tanque de agua – tina – conservaba el agua caliente que alimentaba una tubería metálica, un serpentín, que atravesaba las paredes de la hornilla. La llegada de la olla a presión – bautizada como olla atómica - fue todo un acontecimiento y fue el primer implemento de cocina “moderno” que llegó. Se trató de implantar el fogón de petróleo, pero fue rechazado porque los alimentos quedaban impregnados del combustible. En el patio junto a la cocina, estaba el lavadero de ropa. La ropa se secaba al sol en el patio. La ducha y el sanitario eran dos cuartos pequeños contiguos. Un pequeño altar, siempre con velas, dedicado a los santos, especialmente San Cayetano y San Francisco que garantizaban que el mercado nunca faltaría. San Roque protegía la familia de la peste y Santa Rita le daba paciencia a las mujeres para soportar "la cruz del matrimonio” que no era otra cosa que la sexualidad masculina y su correlato, la infidelidad. Las casas eran adornadas primero con todo con el cuadro del Corazón de Jesús, imágenes de la Virgen María u otras ejemplarizantes, como "la muerte del justo" y "la muerte del pecador". Los comedores y salas eran adornadas con litografías con escenas de ninfas, y cuadros de opera. En los bares no era extraño ver imágenes de, o que imitaban, al pintor Julio Romero de Torres, el artista español, de Córdoba, recordado en las canciones populares de Andalucía, que pintó unas mujeres, que vistas en las litografías de la época, poblaban los sueños y fantasías eróticas de los hombres.. Un cuadro que siempre me impresionó era el de una mujer rubia de cabello largo y ondulado echada en una gruta, con un seno casi…casi descubierto, meditando con una calavera en la mano. No sé si era Genoveva de Bravante, la noble medieval que acusada de infidelidad fue condenada a muerte por su esposo, Sigfrid, pero esta huyó y vivió durante años oculta y solitaria en una cueva, o se trataba de la Magdalena, penitente. No importa, era el mito erótico de la mujer joven y solitaria que rechaza el mundo. En la ideología del paisa la vivienda es el reino de la mujer; ella manda allí. De la puerta para afuera comienza el reino del hombre. “ los hombres en la cocina huelen a rila de gallina..”era un dicho popular en ese entonces lo mismo que, “… cada uno en su casa es rey, pero su mujer hace la ley”.

La comida

La comida en Antioquia era una institución de las más igualitarias que he visto. Ricos y pobres, en Sonsón, comían igual, cambiaba la cantidad quizá y la calidad de los ingredientes, pero era lo mismo. Todas las familias, sin excepción desayunábamos, después de los tragos de café, que era lo primero que se hacía cuando se prendía el carbón – vegetal - de la cocina. Unos “tragitos” para antes del desayuno o después del baño. El desayuno, todos los días, era chocolate en agua de panela, arepa grande de maíz blanco o amarillo (tela), "hogao" (tomate macerado y frito con cebolla y aliños) y “calentao” de fríjoles con arroz del día anterior, o con "migas de arepa", eso era lo fundamental, luego, si había, "quesito" y “parva” (pandequesos, bizcochos, panes) o un pedazo de carne frita o un chorizo. La sopa dulce de avena era un lujo al desayuno lo mismo que un tamal antioqueño (de masa de maíz, un pedacito de costilla de cerdo y rebanadas de papa y una pocas de zanahoria para cortar la grasa). Las medias nueves variaban pero podía ser café en leche o aguadepanela con un pan, avena, un banano, o salpicón de fruta. El almuerzo era que el variaba a través de la semana. De mi casa recuerdo el "arroz atollado" con carne molida del jueves; el “sudado” del viernes y el "sancocho" del sábado. El sudado era un estofado de papa, plátano maduro, yuca y carne de res pulpa. Se componía el almuerzo de sopa, seco y sobremesa. El seco era arroz – todos los días - , carne o huevo, tajadas de papa o de plátano fritas y ensalada. Para variar a veces el almuerzo llevaba "carne de molde” , albóndigas u otras preparaciones laboriosas. De bebida, o sobremesa se utilizaban jugos de fruta, aguadepanela con limón o "claro de mazamorra" con un pedazo de panela. Había postre o dulce de temporada, especialmente “desamargado” de frutas; dulces de ochuva, papayuela y tomate de árbol eran frecuentes por lo económico que resultaba su preparación ya que la fruta o existía en los solares de las casas, o se lo regalaban a uno en otras casas. Igual sucedía con el dulce de "vitoria", una calabaza, cuyo dulce, llamado “cabello de ángel” se servía en una taza con leche. Las sopas clásicas de mi casa eran la de torrejas o tortillas de harina, la sopa de harina de trigo con tajaditas de papa frita encima, sopa de guineo, sopa de fideos y papa y sopa de maíz tierno que le encantaba a mi padre. Un auténtico lujo era la crema de curuba o guanábana al principio del almuerzo. Al llegar de la escuela venía el “algo”, siempre chocolate en agudepanela y parva o si no, arepas redondas con mantequilla. A esos de las seis y media o siete de la noche se servia “la comida”, la cena, que siempre era igual: fríjoles con arroz, arepa redonda, carne frita o molida – si había - y tajadas de plátano maduro o patacones de plátano verde. Para rematar se servía una taza de mazamorra de maíz con leche y bocadillo o panela raspada. Luego se rezaba el rosario y algunos tomaban merienda, es decir aguadepanla con leche caliente. Y a la cama. Esta dieta, diaria, resulta en la actualidad absurda o perjudicial para la salud, pero así comíamos, así vivíamos todos. Entre los platos ocasionales estaba la “changua” para el guayabo – resaca- que era sopa de huevos en leche con cilantro. La preparación de las tripas de cerdo para los chorizos y la morcilla o rellena era una tarea una tarea poco grata. La "morcilla" se preparaba con arroz, la sangre del cerdo y mucho poleo; los chorizos eran rellenos de carne de cerdo picada y aliñada y debían “curarse” al humo y calor de la cocina. Se consumían con frecuencia gelatinas de pata de res que se hacían en casa de manera excepcional, como algo festivo, por lo laborioso del trabajo, mejor se compraban las gelatinas donde doña María Salomé; las empanadas eran cosa del fin de semana; los buñuelos de queso eran propios de la Navidad; en temporada de de maíz se hacían deliciosas torticas o amasijos y arepas de choclo; el plátano maduro asado con mantequilla, bocadillo y queso por dentro, era una delicia frecuente, el "sabajón de huevo" era un licor cuya preparación era muy exigente, las mujeres – sin menstruación – batían a fuego lento las yemas de huevo a los que se agregaba de manera lenta, lentísima, azúcar en almíbar que vendían en la farmacia, lo mismo que el alcohol al cuarenta. Era frecuente que nos dieran claras de huevo batidas a las que se le agregaba azúcar y unas gotas de vino o de extracto de vainilla. El chocolate se hacía en casa luego de una fatigosa labor de tostado de los granos en una cayana – un plato grande de arcilla - , el quitado de la “cáscara” de la semilla y luego la molida manual en la máquina de moler arepas – marca Corona - .


El Cerro Capiro

En verano el viento mecía suavemente los maizales espigados y las laderas de los cerros se cubría de flores amarillas. Ya en mi adolescncia, después de abandonar las creencias religiosas y liberarme de culpas y fantasmas - proceso que luego les contaré - solía subir al cerro de Capiro a disfrutar la soledad, ver el atardecer y soñar viajando, más allá de estas montañas y sentirme alejado de estas gentes pegadas todo el tiempo de la sotana de los curas. Abajo veía el pueblo y la enorme catedral de piedra y al pié, la plaza principal donde estaba la Alcaldía, algunas casas de dos y tres pisos de los ricos del pueblo y algunas cantinas. Otras iglesias y capillas con sus campanarios identificaban los barrios: la Plazuela, la Valvanera, El Cármen, Guanteros, Madrigal, Carangal, Tapete, etc. Algún día, soñaba despierto, emprendiendo el camino, a pie, como el judío herrante, o como un escritor (Fernando González) que según oí en la tertulia de los liberales, pasó por aquí, y escribió un libro, "Viaje a pie", que estaba en el Índice, con otros libros prohibidos, y que para poder acceder a ellos y leerlos - al igual que a la Biblia- se necesitaba dispensa del Obispo.

Tierrabaja

Del ajedrez de las manzanas con sus casas de tejas de barro rojas se desprendía una calle que llevaba al barrio El Cármen; cerca, estaba “Tierrabaja” el barrio de las putas, un lugar maldito de donde salían los jueves, a revisión médica las “mujeres de la vida alegre” – vida que poco tenía de alegre -, con sus ropas ligeras y de colores, y sus rostros exageradamente maquillados. Los tartufos del pueblo las ignoraban sabiendo que allí iban de tarde en tarde a realizar lo que no podían hacer con sus mujeres, para luego ir a confesarse y madrugar, fariseos, a recibir la comunión. Una prostituta coja, (La Tuerta Valdés) era famosa porque sabía el arte del Colemico, en la que el hombre quedaba asido de su sexo hasta que a ella le diera la gana de soltarlo. Una prostituta legendaria era La guagua, una mujer tan hermosa que le hizo perder la vocación a más de un cura que la confesó, y que dañó innumerables matrimonios. Una racha de suicidios amorosos que hubo un año se le atribuyó a esta mujer, que debió abandonar el pueblo para radicarse en Medellín. La serrucho decían los que la conocieron antes de que se fuera a La Dorada, que tenía una cabellera igual arriba y abajo.

El cementerio

Al cementerio levantado por el belga Agustín Goovaerts -lo mismo que la cárcel- , se iba de caminada para ver las momias, el muladar de los suicidas – que no se podían enterrar en campo santo - y de paso, comer unas enormes gelatinas en forma de pez que vendía doña María Salomé. En noviembre, época de exámenes, grupos de personas iban en la noche a rezar a las ánimas y ponerles velas encendidas En su mayoría eran estudiantes a rogar porque les fuera bien en los exámenes finales. Había la creencia, que haciendo la novena completa, uno abría el libro cinco veces y allí estaban los correspondientes temas del examen. ¡Qué animas tan alcahuetas!

La vida intelectual

Los liberales despreciaban a la intelectualidad del pueblo que era nostálgica, conservadora. Fuera del pueblo, los sonsoneños de renombre eran: un cura, Roberto María Tisnés que era "historiador" y pertenecía a la Academia; Rodrigo Correa Palacios, locutor, declamador y escritor costumbrista, hermano de las bibliotecarias, hijo del dueño de la única librería del pueblo "La pluma de oro" y quien publicó algunos textos: Arrieros somos y Enjalmas y muleras, y produjo algunos discos recitando sus poemas llorones (“Si quiera se murieron los abuelos” …) y los de Jorge Robledo Ortiz, exaltando a la Antioquia rural y denunciando la degradación y los peligros de la modernidad. Antonio Paneso Robledo, que creo, era también sonsoneño, fue un periodista, enciclopédico, liberal, y uno de los defensores más grandes de los gobiernos de turno. Merecido reconocimiento merece Jacinto Jaramillo, un folclorista y coreógrafo de danzas tradicionales de Colombia, intelectual inquieto y rebelde que vivía en Bogotá. En Antioquia se solía decir que “en Sonsón solo se producía helecho, curas, monjas y bobos”, lo que resultaba injusto. Había una interesante vida intelectual que giraba alrededor de las tres señoritas Correa de la Biblioteca Municipal, y eran frecuente los recitales, exposiciones y veladas culturales. De los curas se destacaba el orador sagrado Alfonso Uribe Jaramillo a quien los pocos liberales, incluyendo a m padre, escuchaban con interés en el atrio o desde los cafetines cerca de la Iglesia. Los médicos, como los doctores J.J. Villegas, y otro de apellido Franco, eran verdaderos humanistas y con una generosidad y vocación de servicio única, lo que ya se perdió en las escuelas y la práctica de la medicina. Lo que mataba el pueblo era el excesivo moralismo, la hipocresía y el control de la vida de las gentes por parte de los curas y de un ejército de hombres y mujeres camanduleras que veían pecado en todo y se creían con derecho a meterse en la vida de los demás. En el Pueblo había una poetisa, Josefina Henao Valencia (1924) y que se hacía llamar Lucía Javier, joven, no se por que circunstancia era llevada en silla de ruedas. Nunca conocí sus poemas. En las artes plásticas se destacaba los Carvajal – originarios de Santa Rosa de Osos - , que hacían imágenes religiosas y sólo recuerdo un pintor moderno, Pablo Jaramillo, ceramista, que siendo estudiante de bellas artes, si mal no recuerdo, hizo una exposición en la biblioteca municipal. Había un teatro folclórico y un grupo de danzas infantil que creo se llamaba, de manera no muy original, “Caperucita roja”. Gregorio Gutiérrez Gonzáles, era el poeta de culto del pueblo disputando su cuna con Rionegro y La Ceja y a el estaba dedicada una de las plazoletas. Decían de él, que: “Rionegro le dio la cuna, la Ceja se la meció y en Sonsón mojó su pluma”. A él ya me referí, pero no sobra agregar que el poeta vivió en una finca cerca al río Aures, estudió en el Seminario y se hizo abogado en Bogotá en el colegio de San Bartolomé. En esta ciudad alterno en los círculos intelectuales radicales pero era conservador y tuvo una participación activa en la vida política del departamento al servicio de Pedro Justo Berrio y se dice que dirigió la conspiración contra el gobierno del liberal Pascual Bravo. Le gustaba el licor y de temperamento sensible se dedicó, además del ejercicio de la política y la abogacía, a la poesía y a tener hijos (tuvo trece con su esposa Julia). Se desempeñó como Juez; Alcalde de Sonsón; elector principal por Rionegro y Senador de la República por Antioquia. Fue uno de los redactores de la constitución que creó la Confederación Granadina y participó activamente, como teniente, en la guerra de 1861 para enfrentar las tropas del General Juan José Nieto. Tuvo minas de oro – sin exito- en la quebrada La iglesia en la confluencia de los ríos La Miel y Samaná. En Sonsón vivió, me parece, que entre 1848 y 1867 y es allí donde escribió gran pare de su obra. Sus poemas Aures y “ Por qué no canto” eran recitados en cuanto evento cultural había, lo mismo que su "Canto al maiz", un poema bucólico y romántico muy musical. Un poema altanero y desafiante titulado “A Antioquia” era parte del credo de todos los “nacionalistas antioqueños” de orientación ultra-conservadora. Este poema demuestra lo malo que resulta la mezcla del arte y la política.

Los liberales de Sonsón

Sonsón era un pueblo hegemónicamente coservador. Los curas eran el poder real del pueblo. En Sonsón los pocos liberales leían libros prohibidos por la Iglesia Católica. El Manifiesto del Partido Comunista, libros de los rosacruces, folletos sobre el magnetismo, textos amarillentos con discursos de Juan Montalvo, el panfletista ecuatoriano, “el mejor polemista del mundo” según el zapatero Ayala; novelas románticas y bobas y panfletos y novelas como las de Vargas Vila, un personaje cuyo sólo nombre despertaba la ira de curas y susto en las beatas que jamás lo habían leído. Los liberales se reunían en un café pequeñito donde había una nevera y nos vendían a nosotros, los niños, helados envueltos en papel encerado. Lo atendía un señor alto, callado, de sombrero borsalino y vestido de paño de saco cruzado – como un personaje de cine negro - , también liberal. En el gramófono tragaperras, para oír discos de acetato de 78 revoluciones, rocola le dicen ahora, en Antioquia piano, sólo había música operática y brillante. Las preferidas de mi padre eran las danzas húngaras, en especial la No. 5 de Brahms. Esa melodía desde entonces me quedó como una impronta y siempre que la escucho me produce una profunda nostalgia, lo mismo que una melodía de La Leyenda del Beso , una zarzuela de comienzos del siglo que ponían en las salas de cine antes de comenzar las películas. En mi memoria todavía veo a los liberales del pueblo reunidos entorno a una mesa, las cabezas hacia el centro, fumando, hablando en voz baja, rememorando a Gaitán, su líder, despotricando contra la iglesia católica, desentrañando teorías milenarias y soñando con un futuro en paz, gobernado por la razón y la ciencia. Sueños de humildes artesanos, sueños de una especie en extinción que no intuía, que vendría una nueva generación de fanáticos de izquierda que haría de sus sueños nada, como el humo de sus cigarrillos, y que los fanáticos de derecha con nuevos ropajes liberales gobernarían a sus anchas y predicarían desde las universidades cínicas recetas para hacer más ricos a los ricos y más sumisos a los pobres.

El terremoto

En 1961, estábamos todavía en la cama cuando sucedió un terremoto. Nos reunimos en el solar donde mi madre de rodillas, pedía la intervención del altísimo. Mi padre, estaba lívido del miedo. Y de nosotros, qué decir. Asistíamos al fin de los tiempos. La tierra se detuvo lentamente. Los ruegos de mi madre parecían tener éxito. Una nube de polvo sustituyó el cielo azul de los días de verano. Salimos. Casas derruidas y la Catedral destruida dejando varias víctimas que estaba en misa. El enorme edificio de piedra del que tanto se ufanaran los fariseos del pueblo estaba herido de muerte y amenazaba ruina. Quisieron repararlo, pero Dios, en su inmensa sabiduría sacudió de nuevo la tierra y en 1962 echo al suelo este monumento a la vanidad pueblerina. Con la muerte de la catedral los ya derrotados gamonales del pueblo se marcharon.Y se marcharon sus hijos. El shamán Maitamac había cobrado lo suyo.

Para finalizar

En resumen, nuestra vida en Sonsón fue grata. Las vivencias tenidas allí pueblan mis sueños. Allí eché las bases de lo que sería mi vida. Allí nacieron mis alas y de allí partí con infinitas ganas de volar – todavía no lo logro... pero uno hace lo que puede – De Sonsón me queda el recuerdo sus generosos y buenos campesinos, la heroica resistencia de un puñado de liberales, intelectuales del pueblo, la gente llana, sencilla que conocí, y uno de los paisajes más hermosos que he visto. El pueblo merece ser refundado. Los actuales sosoneños deberían exorcizarse de todos los mitos y mentiras del pasado, de la violencia que después desoló el pueblo, y crear en ese valle de ensueño un pueblo lanzado al futuro, abierto, y reconocido en el mundo por su vocación de paz y libertad, donde lo único que estaría prohibido sería levantar catedrales.

miércoles, 9 de febrero de 2011

YOLOMBO, BELLO Y YARUMAL: RECUERDOS

Iglesia de Yolombó.(Foto tomada de Intenet)
Yolombó. Petroglifo. (Foto tomada de Internet )

Mina de oro de San Andrés en los años 40s del S. XX. (Foto HernandoSánchez E.)
Bello. Línea férrea abandonada. (Foto Hayran Sánchez)Bello (Foto tomada de Internet)

Entrevistamos al poeta de la vereda Santa Elena, municipio de La Calera, Rafael Benjamín. De la narración extrajimos para el blog sus recuerdos sobre estos tres pueblos de Antioquia, Colombia, en los años cincuenta del siglo pasado.
Yolombó

Se dice en el cancionero Antioqueño:
Dicen que yo soy el diablo,
Yo no soy el diablo, no,
Yo me confesé en Amalfi,
Y oí misa en Yolombó.

Nací en Yolombó Antioquia, un 10 de julio de 1947. Ese día la Iglesia Católica celebra, o celebraba, los santos Felícita, noble romana que fue martirizada junto a sus siete hijos y las hermanas mártires y vírgenes, a pesar de ser también romanas, Rufina y Segunda.
Yolombó es un pueblo fundado en 1560 por los soldados de Pedro de Heredia, unos de los peores y más despiadados colonizadores de que se tenga noticia de la llamada época de La Conquista. Heredia era un madrileño pendenciero que había perdido la nariz en una riña y que huyó de España hacia las américas luego de asesinar a tres personas. Llegó a Santa Marta desde la Española en 1525, luego fundaría a Cartagena en 1533. Este criminal azoló las tierras de los zenúes y saqueó el oro de sus tumbas. En lo que es hoy Yolombó, la soldadesca de Heredia ocupó las tierras del pacífico pueblo indígena que allí vivía en busca de oro, y martirizó su población que se extinguió víctima de la violencia y las enfermedades. El pueblo era la entrada a los ricos territorios auríferos del nordeste antioqueño y fue fundado en el filo de una montaña, razón por la cual solo cuenta con una larga y estrecha calle que contrasta con una monumental iglesia.
El pueblo se llama realmente San Lorenzo de Yolombó recordando a uno de los siete diáconos de Roma, un español que fue martirizado en la parrilla en el año 257, tormento que los llamados conquistadores con frecuencia aplicaron a los indígenas. De San Lorenzo – no se por qué, patrono de los bibliotecarios, si estos conservan los libros, no los queman –. Y siguiendo con los santos, hay una historia que de niño – leída por mi madre – siempre me gustó: el obispo de Roma le dio al diácono a guardar los tesoros de la Iglesia para protegerlos de la persecución imperial. El Santo los tomó y de inmediato los repartió entre los pobres. Cuando lo llamaron para responder por las riquezas encomendadas se apareció con toda la pobrecía alegando, que los pobres, eran el verdadero tesoro de la Iglesia. ¡Qué lección para las iglesias de hoy! Esta historia también le caía como anillo al dedo a mi madre, que como en el cuento de Carrasquilla, “Peralta” era campeona de la caridad. Dicen que entre estos tesoros que regaló el Santo, estaba el Santo Grial y no faltó un antioqueño, como mi tío Jesús, que asegurara que, entre los soldados de Ojeda, venía un monje, oriundo de Huesca, que ante el temor de que esta ciudad, donde estaba la reliquia y de donde era oriundo el Santo, cayera en manos enemigas, trajo a este continente, a Yolombó el Grial, y que antes de morir, lo ocultó en la vereda El Rubí. Y que allí está.
Don Tomás Carrasquilla, uno de los primeros novelistas y narradores colombianos, nacido en Santo Domingo (1858), sastre en su juventud, y que luego trabajara como contable en la mina de oro de San Andrés, donde trabajó también como almacenista mi padre, escribió allí “La Marquesa de Yolombó”, una extraordinaria novela, que ahonda, como ninguno, en la vida de la minería en la época colonial, sustrato del ethos antioqueño. (Rafaél nos promete un articulo sobre la novela par el blog).
Yolombó en la memoria familiar era lugar mítico, un lugar de paz en el que mis padres vivieron su mejor época, quizá, la más feliz de sus vidas. Mi made siempre se lamentaría de haber abandonado este pueblo, sinónimo de paz para ella, y hoy, tristemente asediado por los violentos.
Dos personajes de Yolombó, de esa época, recordaba el maestro pintor, oriundo del pueblo, Camilo Cardona, que trabajó con mi padre y mis tíos en las minas de San Andrés: el Negro Oquendo, brujo, que tuvo la osadía de desafiar al hechicero más famoso de Remedios. Recuerda Camilo cómo el terror se apoderó de la población al ver en una noche de noviembre dos bolas de fuego luchar sin cuartel a todo lo largo de la calle del Tigre. El otro era el famoso contador de historias de minas Nicanor Ramírez, a quien contrataban sólo para que entretuviera a los trabajadores en las noches después de las duras jornadas de trabajo. Ramírez, dotado del don de la palabra y la alegría, que sabía como nadie toda la tradición narrativa antioqueña, era depresivo y un día, sin motivo aparente alguno se suicidó consumiendo cianuro. “Era un minero de la palabra” decía Camilo.
Bello
De Yolombó pasamos al municipio de Bello, del que se dice es un “municipio sin campesinos”. Allí, desde los años veinte, comenzó una incipiente industria textil. En Agosto de 1923 se inauguró Fabricato. Alrededor de la fabrica, con sus chimeneas y sus tejados cortos y en ángulo – como la cresta dorsal de una iguana - se fue conformando una abigarrada urbanización de obreros, algunos con nombres que recordaban el surgimiento de la era industrial - como el barrio Manchester – o simplemente con el nombre de Barrio Obrero.
El tren llegó a Bello en 1913. En 1925 se inauguraron los Talleres Generales del Ferrocarril de Antioquia, una imponente construcción de ladrillo rojizo con una torre metálica que servía, junto a la Iglesia, como punto de referencia de los habitantes. A finales de los años 40s la industria textil estaba en auge y la aldea de Hato Viejo – como se llamaba el lugar donde fue fundado el pueblo - sufría grandes transformaciones. Las mujeres recién redimidas del campo por la violencia se fueron a las hilanderías y los hombres, a los talleres del ferrocarril y las fundiciones. Desde el fondo de las humildes viviendas de los trabajadores se comenzaba al levantar la conciencia de una clase obrera que reclamaba mejores condiciones de trabajo.
Nosotros vivíamos en una calle central. En la casa funcionaba también la fotografía de mi padre y un taller de ampliaciones hechas con aerosol, razón por la cual fue necesario contratar operarios amigos de mi papá. El procedimiento era más o menos así: El cliente entregaba una pequeña fotografía amarillenta y ajada de uno o más parientes. Se negociaba como quería verla, si le quitaban el sombrero o le cambiaban la gorra acabada de iraca y lo reemplazaban por un sombrero borsalino; si le quitaban la ruana y le ponían corbata o corbatín; si le ponían zapatos en vez de cotizas, y si quería que juntaran la imagen del padre y la madre. De la foto de un campesino en su ropa de trabajo, greñudo y descalzo, salía una ampliación de un hombre urbano de saco y corbata, peinado a la moda. Las mujeres en las ampliaciones abandonaban la saya y la mantilla para adoptar el estilo sastre y los niños harapientos fueron vestidos de paño. De fondo: un paisaje europeo, un arco, una fuente tomada de una revista. En algunos casos el retrato era hablado porque no había registro alguno de la persona. Una ampliación iluminada (con colores aplicados a mano) valía el doble. La demanda de ampliaciones para ocultar el pasado rural de las personas nos llevó a una época de prosperidad.
Con mi hermano siendo apenas un niño de 5 0 6 años recorríamos las calles de Bello buscando entretención – cosa nada difícil para un niño – y algo que hacer para ganarnos unas monedas de centavo para poder ir a cine, comprar recortes de panadería o dulces. Ayudábamos entonces a llevar mercados, dar razones y lo que más no gustaba, era llevar los portacomidas con el almuerzo para las obreros. Caminábamos con cuidado para que no se derramara la sopa – sancocho – y el claro de la mazamorra de maíz. Esperábamos frente a una reja metálica, junto a otros muchachos, el sonido terrible de la sirena de la fábrica y su columna de vapor anunciando las doce del día. Al momento empezaban a salir los obreros con sus overoles azules y caqui a reclamar sus alimentos. Les entregábamos a través de la reja los portacomidas; ellos se sentaban en el pasto a comer, a veces en corrillo, y al final regresaban con los trastos vacíos para devolvérnoslos. Si teníamos suerte nos dejaban un pedazo de panela o media arepa de maíz. Yo tenía el extraño privilegio de llevarle los alimentos a un muchacho fornido del barrio al que llamábamos "Tarzán" por su físico y su habilidad para nadar, a lo Jhony Wermuller, en la piscina municipal, una alberca pública de cemento y aguas grises de uso exclusivo de los hombres.
Las primeras experiencias vividas que recuerdo suceden allí, en Bello. Primero una atmósfera: Las sirenas de las fábricas. La prisa de los turnos. El ruido del ferrocarril. Los vehículos cerrados de la policía – que llamábamos “bolas” – o las camionetas con altoparlantes anunciando películas, comerciales y circos. El carro de la leche. El olor a clavo de olor en la calle de los dentistas. El olor a miedo de la calle de los dentistas. El olor a sancocho y mazamorra de los portacomidas de los obreros. El olor a carbón de piedra quemado en los hornos de las locomotoras y las fundiciones. El ruido de los tocadiscos y "pianos" traganiquel de las cantinas: “Senderito del alma”; “El Corneta” cantado por Daniel Santos; “Lucerito de Plata”; “La araña picó a Gustavo”;“Chi chirivico”; Pachito Eché; los mambos de Perez Prado, los vallenatos de Buitrago. El olor de lo pasteles de papa y carne de la tienda de don Ricardo. Los recortes de panadería que eran sencillamente los sobrantes, o mejor, la basura de la panadería, depositada en bolsas de papel craft y selladas porque en ocasiones contenían sorpresas, que no eran otras cosa que dulces, y recuerdo, fue el éxito, laminitas con los personajes de las historietas ( Pancho, Ramona, Lorenzo Parachoques, entre otros). El olor repugnante de las tenerías y de la cachera, una fábrica que producía objetos a partir de cuernos de vacunos. El misterioso arco voltaico de los talleres de mecánica. La prisa, el miedo: ¡Vienen los conservadores a aplanchar liberales! ¡Cuidado con los chupasangre! ¡Cuidado con los liberales de Rio Grande que vienen a tomar represalias! ¡ Cuidado con los gitanos que se roban los niños!
Mi abuela materna pasaba largas temporadas con nosotros. Ella me llevaba a misa los domingos. Era una gimnasia. ¡De pie! Arrodíllese! Siéntese! ¡Échese la bendición! El calor y la multitud me ahogaban. La abuela siempre estaba rezando el santo rosario esa devoción, parecida a ciertas prácticas budistas, inventada o retomada del oriente por Santo Domingo de Guzmán, el santo de Caleruega – Burgos, España – fundador de la Orden de los Predicadores en el siglo XIII como un homenaje a la Virgen. El rosario tenía o tiene 59 pepas o sartas distribuidas en cinco grupos de diez para las avemarías, una oración que se repite como un mantra todo el tiempo. Entre cada grupo hay una pepa para rezar el Padre Nuestro. Hay cinco pepas que recuerdan las llagas de Jesucristo. Se rezaban dos vueltas para celebrar dos tipos de misterios. Los gozosos y los dolorosos, referidos a la vida de Jesucristo. Del rosario viene mi relación con la palabra misterio. Mi abuela rezaba cinco, lo que llamaban la “corona de espinas” y las letanías. Esto significaba que la pobre tenía que dedicar la mayor parte del día a rezar.
El circo, siempre el circo, una de mis fascinaciones. En Bello esperábamos ansiosos la llegada de los circos que se instalaban en un lote vacío cerca del Teatro Iris. Algunas veces lográbamos entra “de gorra”– de gorra, gratis- entrando a escondidas. Mis primeras fantasías estaban asociadas al circo. Sería trapecista, equilibrista, nómada por el mundo, feliz llevándole diversión a la gente que me admiraría por mi valor. Soñaba con las mujeres hermosas vestidas de lentejuelas doradas. Después, por la literatura y el cine conocí el heroísmo, el drama y la tristeza de la sociedad cerrada, viajera, como una nave de locos, que es el circo. Chaplin, I. Bergaman, F. Fellini, Woody Allen, hicieron películas preciosas sobre este tema. Pero nada igual, por lo trágico, a La Estrada, ese circo de carreta con un solo protagonista (Anthony Quin) y su ayudante (Julieta Mesina). Amé a las trapecistas y amé platónicamente a una de las hermanas Egred, Astrid, rubía, escultural, con pies alados, nada igual a ella. Otra artista del circo Egred, Ann, de mis sueños, en lo mejor de su carrera se quitó la vida. Se tejieron mitos y se dijo que Jhimy, su hermano, el mejor en malabarismos sobre una bicicleta, tenía amores con ella. Jhimy, al poco tiempo, también se suicidó. Chagall pintó el circo y sus reproducciones vistas en libros de arte en la biblioteca pública me invadieron. (los animales del circo son animales-ser-humano, así los dibujó el ruso que como nadie unió en la pintura lo profano y lo sagrado, el amor carnal y el sueño amoroso).
La Iglesia principal de Bello está dedicada a “Nuestra Señora del Rosario” cuya imagen corona la nave central, entre las dos torres, ambas con un reloj idéntico – pero que siempre, sin sincronización alguna, marcan horas distintas -. La iglesia tenía o tiene tres naves y un altar en cruz con una cúpula inmensa. La puerta fundida en bronce tiene forma de arco con arquivoltas de mármol. Recuerdo la frase en Latín: “Haec est aula Dei portela coeli”, que debe traducir algo así como : "ésta es la sala de Dios ante la puerta de entrada al cielo", o como se diría en un aeropuerto, " la sala de espera" antes de emprender el vuelo definitivo. "Encima de la puerta una clásica roseta con vitrales. A lado y lado del cuerpo central, en la parte anterior, dos torres pequeñas dan acceso, una al baptisterio, y otra a un altar dedicado a Cristo en el sepulcro. La Iglesia en ese entonces estaba en construcción. Sería un orgullo para los habitantes de Bello. Nada tendría que envidiarle a otras iglesias del mundo. Un pueblo creyente, guiado por su pastor espiritual, el obispo de Santa Rosa de Osos, Miguel Angel Builes, gran instigador de la violencia de esos años, y dispuesto a destruir el ateísmo liberal desde sus raíces. ¡Hay de nosotros !
Era un niño y me entretenía observando la extraña arquitectura de las bóvedas de al iglesia, seguía los artesanados y los labrados de mármol del altar. En el sagrario estaba Jesucristo, me explicaba mi abuela. Había unos extraños tubos metálicos que sobresalían sobre la obra del coro en construcción y que se me antojaba, eran los tubos por donde salía la música. Mi abuela me dijo que así era, y que esa música era la mismísima voz de Dios. Crecí creyendo que Dios se expresaba en música a través de tubos. Después descubrí, en Sonsón, al subir al coro de la iglesia a escondidas del sacristán, el órgano, y sufrí un hondo desencanto. Cuando conocí la música de J.S, Bach entendí finalmente que mi abuela tenía razón. Era la voz de Dios.
El rito católico de La Confirmación fue para mí todo un acontecimiento. Me pusieron un vestido nuevo de saco – sin solapas - y pantalón corto, de paño de color verde pizarra. Mi abuela me instruyó sobre lo que me sucedería, vendría el Espíritu Santo en forma de una paloma, entraría dentro de mí y me abriría el entendimiento. Fuimos al Iglesia que estaba llena y hacía mucho calor. No podía respirar de la ansiedad. El obispo me daría una palmada y el milagro sucedería. Pasaron los primeros niños, pero no vi nada. Estaba desconcertado. Me correspondió el turno y recibí la palmada del Obispo Buenaventura Jáuregui; quedé atónito, no vi la paloma, pero mi abuela sí, eso dijo, pero sentí una fuerza – ¿se me abrían las entendederas?- y una inmensa alegría de ser, durante un día, el centro de atención de la familia. Una vez en casa recibí obsequios, hubo un almuerzo especial y repartimos copitas de vino dulce con galletas para las familias vecinas.
Una de mis obsesiones de niño eran los trenes. Soñaba con ser maquinista. Una de nuestras diversiones, con mi hermano, era ir hasta la estación Machado, esperar el tren y pegarnos al exterior de unos de sus coches hasta Bello. Los guardavías no echaban, pero en ocasiones lo lográbamos. Luego, detenido el tren, subíamos al vagón restaurante y en más de una ocasión nos regalaron tortas de pescado seco sobrantes. ¡Cómo era de emocionante ver el inmenso penacho de humo y luego ver asomar la locomotora, ese insecto mecánico de color negro y fuerza descomunal arrastrando los coches! La mejor novela sobre trenes que recuerdo, es “Trenes Rigurosamente vigilados” de Bohumil Hrabal, escritor checo de las posguerra. Esta novela de estilo novedoso cuenta la vida de una estación del ferrocarril checa durante la ocupación alemana. Por la estación pasan los trenes cargados de tropas, de vacunos, ovinos, caballares, animales que van a ser sacrificados para alimentar las tropas en el frente de guerra, metáfora dramática que subyace en toda la narración. Allí conviven el jefe de estación – que aspira a un ascenso- conservador, rígido, y aficionado a las palomas; Hubicka, guardavías, un Don Juan que despierta la envidia de todos por sus éxitos amorosos, entre ellos el de ponerle los sellos de la estación en las nalgas a la telegrafista, lo que lo involucra en una investigación disciplinaria y Milos un joven guardavías, que narra la historia. Hubicka y Milos vuelan un tren alemán cargado de municiones. Es una novela corta llena de tensiones. Hrabal logra crear un universo en este espacio reducido y poner a palpitar el espíritu alrededor de las miserias de la vida cotidiana, la insensatez de la guerra y el heroísmo sin bombos ni platillo.
Mi padre solía salir de viaje “correrías” para vender sus ampliaciones. Llevaba las que tenía que entregar, tomaba pedidos y si era una región liberal, camuflada, llevaba ampliaciones de Jorge Eliécer Gaitán. También vendía una imagen que se titulaba “ La muerte de Manolete” tomada de alguna revista española en la que yacía muerto el torero rodeado de imágenes de la tauromaquia en la que sobresalía “Islero”, el toro miura que dio cuenta de del matador del que aseguraban, tenía cierto parecido con mi padre, su devoto admirador. De sus correrías nos traía frutas y cosas desconocidas para nosotros. Un día se apareció con un regalo muy espacial: un pedazo de caña de azúcar para cada uno de nosotros. La sorpresa nuestra fue al recibir el regalo, desatar la caña y ver que estaba partida longitudinalmente por la mitad y encontrar en su interior un grupo de insectos. Eran luciérnagas (Cocuyos, coleopteros luminosos de unos 4 centímetros de longitud). Cada uno marcó con esmalte de uñas sus bichos que parecían muertos – muertos felices – en la oquedad de la caña de azúcar. Durante un mes disfrutamos del más maravilloso regalo que recuerde. Liberábamos los insectos en la noche, en nuestro cuarto, y así podíamos disfrutar de una noche móvil y estrellada, nuestra propia noche, nuestro propio firmamento. En la mañana buscábamos los bichos y los retornábamos a su caña.
Mi primer intento de escolarización fue un fracaso. Ingresé a un kinder en Bello y después del primer día me resistí y no volví. Luego me llevaron a un colegio inmenso que tenía todo el ciclo completo – desde el kinder hasta el bachillerato - dirigido por los Hermanos Maristas y a los pocos días un religioso molesto por la bronca que armé cuando trataba de enseñarnos un juego colectivo, me castigó salvajemente: desprendió una hoja de plátano de una mata que crecía en el jardín del colegio y despacio, con paciencia de verdugo, con una navaja que extrajo de su sotona , fue desprendiendo la lámina vegetal hasta dejar sólo la vena, con la que me dio una paliza. Jamás regresé. Y le cogí miedo a los platanales. Luego en mi trabajo de campo encontré que en algunas tradiciones afro, después de trabajar en el platanal la personas se bañan con agua a la que se le han incorporado algunas plantas con la idea de que este baño le recupera a uno la energía que las matas de plátano le roban. El plátano es allí una planta que da vida pero que también “se come” a las personas.
Mi madre me leía. Tenía una voz hermosa. A veces me cantaba. Sus predilectas eran las habaneras y hermosos bambucos. Cuando estaba alegre me cantaba el estribillo de la canción de Jose María Peñaranda “Santa Marta, Santa Marta tiene Tren, Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía…”, y el “Pachito Eché” de el “Compae Mochila”, así llamaban a Cresencio Salcedo, un músico ciego de las sabanas de Córdoba que conocí en las calles de Medellín, donde agobiado por la pobreza, descalzo, de sombrero “vueltiao” y ropa humilde pero limpia, y con una gran dignidad, vendía flautas de latón que el mismo hacia a partir de tarros deshechos de galletas que le regalaban. También me cantaba mi madre, “ la múcura”, canción no se si de Cresencio, o de Toño Fuentes que hizo popular el puertorriqueño Boby Capó, quien la registro como de su autoría y que desencadenó una controversia legal de que tenga noticia sobre el los derechos de autor entre Fuentes y el cantante.
En Bello, mi madre estaba en el cielo. Alquiló la mejor casa, compró un campero Jeep al que bautizamos “Macario”, y pudo dar rienda suelta a su caridad sin límites.
El mundo nuestro era la calle, la manga de don Teofilo, los cerros Quitasol y “La Berruga” antiguo adoratorio de los indios Niquia, y la quebrada también de nombre Niquía. Mi alter ego era mi hermano El Negro, dos años mayor que yo.
Sobre mi vida en Bello escribí una vez un corto poema:

Yo creía que el cielo era el Teatro Iris en cine continuo

En nuestro patio
en Bello
el tiempo infantil se abría como una granada madura.
Las sirenas de vapor de las fábricas partían
acero cortante
el hilo del día.
Yo no era sino una sombra pequeña de la mano de mi hermano mayor
bajo el sol radiante.
Yo era un cometa de papel atado a mi dedo índice.
Las locomotoras arrastrando los vagones marrones de la carga
y las literas verdes de los pasajeros de primera clase
todavía cruzan mis sueños.
En la piscina pública los jóvenes hacían ejercicios
siguiendo el curso de Charles Atlas.
Todos querían ser como Jhony Wermuller .
Pero yo era pequeño y flaco
y soñaba con ser artista de circo
alambrista trapecista y
tragar espadas como si nada.
Quría ser como mi hermano
para leer historietas
y levantarle la falda a las muchachas.
Yo era un niño malo que se robó un pastel de papa
en la tienda de Don Ricardo.
Yo era un niño que perdía el día
mirando el arco voltaico de los talleres
y viendo el ir a venir de los trenes.
Yo era un pez de colores nadando en mi propia mano
en la quebrada Niquía.
Yo no entendía por qué teníamos que encerrarnos
Cuando pasaban los conservadores en las volquetas del municipio
con su ropa ensangrentada.
Yo creía que el cielo era el Teatro Iris en cine continuo.

Yarumal

Yarumal, la patria de mi familia materna y lugar donde vivieron mis padres su primer año de matrimonio – allí nació mi hermana - es un pueblo frío levantado en los contrafuertes de una montaña del ramal occidental de la Cordillera Central, que en Antioquia se trifurca. El pueblo fue fundado por el Visitador y Gobernador español Juan Antonio Mon y Velarde, el día 29 de marzo de 1787 con el nombre de San Luis Góngora, una equivocación quizá, porque no hay santo de ese nombre, o tal vez, por accidente esté dedicado este pueblo ultraconservador al poeta español del Siglo de Oro que poco de santo tenía y de quien el político de izquierda, martirizado, Jorge Eliécer Gaitán, tomara la expresión “mamóla”. “El que a su mujer procura /Dar remedio al mal de madre, /Y ve que no la comadre / Sino que el Cura la cura, /Si piensa que el Padre Cura /Trae la virtud en la estola, / Mamóla (…) ./La dama que llama el paje /Dejó en la cama a su esposo /Y le halló, de celoso, /Más helado que el potaje; /Si ella dijo era mensaje / De su madre, y él creyóla, /Mamóla.”
Yarumal era el corazón comercial de los pueblos del norte de Antioquia, originalmente mineros, luego ganaderos de vacunos (de leche) y paneleros. Yarumal es empinado y es en mis recuerdos el pueblo más frío que he conocido, porque no sólo enfriaba el ambiente, el viento helado que venía del páramo de Ventanas y que castigaba todo el día a las personas obligándolas a estar todo el tiempo metidas en pesadas ruanas de lana, sino que también el ambiente humano que se vivía, un yermo dominado por la más férrea dictadura clerical que uno pueda imaginarse, la del Obispo Builes. La vida del pueblo giraba alrededor de las actividades de la iglesia, hoy en día la Basílica Menor Nuestra Señora de la Merced a la que mi abuela, también de nombre Mercedes, le rezaba todo el día. Yarumal, se decía en ese entonces, era una fábrica de curas y monjas. Queda a 120 kilómetros de Medellín, su nombre se lo debe al noble árbol del yarumo, una cecropiacea pionera, clave para la fauna, de hojas grandes, peltadas, de color blanquecino, que le da a los relictos de bosques que sobrevivieron a la depredadora colonización antioqueña una hermosa composición. Allí nacieron dos artistas ilustres de Colombia, el poeta Epifanio Mejia, autor de la letra del himno de Antioquia que dicen se enloqueció joven, a los 30 años, y el Pintor Francisco Antonio Cano, pariente de mi abuela, por ende también de mi madre, poeta también, inédita. Uno no se explica cómo puede surgir un artista de un pueblo tan inhóspito para el espíritu.Es un pueblo único en el mundo por padecer de manera masiva, como una impronta genética, la enfermedad del olvido, el alzhaimar. Los yarumaleños, y nosotros los descendientes de yarumaleños, nacimos para olvidar, ese es nuestro sino. Y contra el olvido viene luchando la humanidad, desde que es humanidad, sin éxito alguno. Algún día seremos polvo estelar y del ser humano no quedará nada, nada que es el nombre absoluto del olvido.
¿De qué estaba hablando? Ah, si, de Yarumal, lugar donde pasábamos largas temporadas de vacaciones la cuidado de nuestra abuela y tías. Sobre mi monótona vida en Yarumal escribí hace muchos años un poema:
Señales
El reloj de pared
de la casa de mi abuela que anunciaba el Angelus
era apenas un escombro más, una escama más
de la herrumbre que vuelve inmaterial
el compás de la nave nocturna de mi vida.
Su voz, apenas audible,
bajo un cielo que no es cielo,
era una señal de estrellas
en este ir,
En un mar de olvido,
amurado
hacia la nada.
Amurado hacia la nada...