NATURALIA
Su habitación, aunque de cartón, era la envidia de todo aquel barrio levantado sobre una abandonada vía del tren en la zona industrial, donde casi todos se dedicaban al reciclaje. Al igual que la mayoría de los que allí vivían, él había llegado con una pequeña caja y una historia que tan solo unos pocos conocían. Un día de sol se instaló en el tercer piso de la casa de doña Estela, una negra de Nuquí que había construido con sus manos la casa de madera, en la que ocupaba el primer piso. En el segundo moraban el señor Anacona y un muchacho llamado Claudia, y en el tercero estaba el pequeño cubículo de Gutiérrez.
Gutiérrez, o “El Filósofo de la Cuca”, como lo llamaban por su afición a esas oscuras galletas, rápidamente comenzó a ser reconocido entre las estrechas casas por su amabilidad y porque sabía muchas cosas sobre otras muchas cosas más. Sus vecinos se agolpaban en la puerta de doña Estela para buscarlo y pedirle consejo. En el tiempo que llevaba allí había ayudado a casi todos y hasta se había enfrentado con la Policía cuando los quisieron desalojar de allí. Hablaba sobre todo, menos de sí mismo. Su vida era su misterio, hasta que se descubrió uno de sus secretos.
Fue una tarde en que Catalina le había pedido ayuda con un problema de álgebra. Gutiérrez subió por la burda escalera de madera hasta su cuarto y allí buscó en una pequeña biblioteca el grueso libro del señor Baldor. No se había percatado de que Catalina había subido detrás de él, hasta que se dio vuelta y encontró sus ojos verdes anonadados por lo que veía. Gutiérrez no dijo nada y simplemente se sentó en un sillón mientras Catalina, maravillada, recorría con sus manos cada uno de los rincones de aquel cuarto, palpando el maravilloso tapizado de las paredes de cartón, sintiendo como desde las paredes la naturaleza entera la rodeaba, mientras que afuera las gotas golpeaban contra el techo de zinc y Monserrate apenas se asomaba en medio de las nubes. Acarició las paredes con cariño, impresionada por esa obra, hasta que sin querer encontró un pequeño espacio vacío. Miró a Gutiérrez buscando una respuesta a ese espacio, pero solo recibió una mirada sorprendida.
Catalina bajó con el libro de Baldor abrazado, y aunque Gutiérrez le pidió que no le dijera nada a nadie, ella se encargó de ir casa por casa contando lo que había visto con sus propios ojos color de aceituna. En pocos días todos sabían del singular tapiz que existía en el cuarto de Gutiérrez y del pequeño espacio vacío que este tenía.
Todos se morían de ganas de ver esa maravilla, pero Catalina les había pedido que no dijeran nada hasta que estuviera completo; entonces todos se comprometieron no solo a callar sino a ayudar para completar la obra. De noche y de día los habitantes del barrio buscaron entre la basura la partecita de 5 X 7 centímetros que faltaba.
Fue un trabajo que les llevó meses, especialmente porque era indispensable encontrar el papel correcto en medio de tantos que se le parecían. Tuvieron falsas alarmas, hasta que por fin Monina, la menor de los Hernández, encontrara el papelito tirado en la calle a la salida de la escuela. La niña corrió presurosa hasta el barrio y se lo entregó a Catalina.
Nadie se imagina lo que sintió el viejo Gutiérrez cuando descubrió dentro del grueso volumen del álgebra la monita de Chocolatina Jet número 42, “Cañón del Colorado”, que le hacía falta para completar su obra...
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