El amor es puro cuento
Dos historias del libro inédito de Benja Gutiérrez
Eriadna
1965. El segundo día de clase en la Universidad fui presa del amor. Fue un ciclón, un arrebato que casi me destruye. Estuve un año en una montaña rusa: del éxtasis a la muerte. Y pasé la prueba del laberinto y salí del fuego transformado como una pieza de hierro que sale de la forja y del yunque convertida en una azada, una espada, un cincel…
Eriadna era de piel blanca, rubia, con un cabello de una gran plasticidad, de cejas espesas y unidas, ojos de color almendra expresivos, una nariz bien formada y mentón estrecho que le daba a su rostro en forma de corazón un aire distinguido. Alta, bien hecha de senos hermosos, pero nada más extraordinario que sus manos. Parecían aves, dulces aves reposando en su regazo o ariscas, agitando el viento, por su manera particular de gesticular. Me enamoré de sus manos.
Apasionada en todo. Le fascinaba la polémica, pintaba, tocaba la guitarra y cantaba rancheras y boleros. Excelente chalán, le encantaban los caballos de paso y también la vida del campo. Había terminado arquitectura y empezaba filosofía. Tenía en su departamento – un séptimo piso desde donde aún podían verse los cerros tutelares de la ciudad - una iguana de nombre “Michele” (por la canción de los Beatles) que la seguía como un perro. Al final del año se retiro de la facultad dejándome para casarse con un hombre mayor, un empresario agrícola adinerado, al que acababa de conocer. Me declaré muerto pero no morí. Su amor y su abandono me enseñaron mucho sobre lo frágil del amor y de la condición humana.
Una noche de conversación interminable amanecimos en una banca de la plaza principal de la ciudad, dedicada a Bolívar, y frente a la estatua del héroe, siempre cagada de palomas, hicimos un pacto de sangre – ritual cursi quizás, pero sincero en ese momento – . Allí escribimos en una libreta artesanal nuestro proyecto de vida. A veces pienso que ella escribió mi futuro, y que en esa pequeña libreta, que perdí, con sus dibujos y laberintos y su hermosa caligrafía, se convocó el misterio circular de los astros y se inauguró la cábala de la aventura de mi vida errante- que aún no termina –.
Ella que retó a los demonios o ángeles que custodian la vida de las personas, también me condenó al recuerdo, a nunca olvidarla.
La última vez que la vi, antes de su matrimonio, me obsequió una bufanda de seda, tejida por ella, con el perfil de una montaña bordada, estrellas, un ave nocturna y una frase amorosa en lengua Rom y que entendí decía: ” Siempre llevaré tu nombre atado al ruedo de mi enagua”. Me dejó, me abandonó, fue duro el destino con ella, quizás injusto porque al poco tiempo murió su esposo y su hijo. Y se marchó del país.
Una tarde de soledad y tedio entré a una sala de cine. Una de las escenas de la película que proyectaban mostraba el detalle de las manos de la protagonista aferradas a la espalda de su amante. Los dedos largos y su movimiento de olas me hicieron recordarla. Pesar, ternura, y la frustración subterránea del pasado ascendió como fuego espontáneo, lava ardiente del alma, y lloré. Cambió la escena, y abandoné la sala. Luego supe, por una amiga que la encontró en una calle de Los Ángeles, que era “doble de manos” en Hollywood y que también leía la suerte. Quizá, ahora, mientras escribo esta nota, deba estar echando las cartas bajo la sombra de una carpa en algún lugar de la tierra. Eriadna me ayudó a salir de mi caparazón, de mi timidez y me enseñó la palabra amor, con su peso, su gloria y su infierno. Motivo suficiente para llevarla en el corazón.
Nocturno
Las circunstancias en las que conocí a Claudia son para mí un misterio: un murciélago había chocado con ella y herido su frente. Acudí en su ayuda, y en auxilio del murciélago a quien le falló el radar (quizá hipnotizado, se dejo ir, impotente, contra ese mar oscurísimo y doble de sus ojos). Con mi pañuelo contuve la leve hemorragia de la frente de ella, y al bicho, tomándolo de los extremos de sus alas, lo abandoné en un sitio seguro bajo un matorral. El vestido de ella emanaba un delicioso olor a hierbas aromáticas – después descubrí que también su desnudez – y su blusa blanca tenia pequeñas manchas de sangre.
Acompañé a Claudia a reponerse del susto en una banca del jardín del hotel. La noche oscura era apenas un adorno para sus ojos. Fumaba nerviosa. Comenzamos una conversación que más parecía un río infinito. Estábamos hablando de su pintura, de un cuadro que estaba haciendo sobre la expulsión de Adán y Eva del paraíso, cuando cansada se reclinó sobre mi hombro, giró su cabeza y cerró los ojos. Su cabello sedoso y el aliento calido de su boca en mi cuello me produjeron una dulce excitación.
Nos despedimos al amanecer con el pesar de dos amigos que se separan, pero con la seguridad de que se verán, inexorablemente, eternamente, en las noches sin luna.
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